Desperté en ningún lado. A ninguna hora. Un espejo dado vuelta que lloraba... Pensé. Era alguien en otro. Sin embargo, no había nadie y había tanto, que logré mojar el fuego, quemar sólo un vacío.
Hasta que la puerta se abrió.
O mejor dicho, hasta que el tiempo fue fin y no principio, hasta que un dedo atravesó el puente que fui.
Comencé a jugar.
Cómo ahoga uno mismo sus propios intentos de morir habiendo navegado con ojos y desnudo. Por qué nadie convive con el silencio al menos por un momento, sabiendo que algún día todos vamos a morir.
Aunque ni el sol ni la muerte pueden mirarse de frente se nos ponen de frente con total impunidad y a veces no hay nada más que el sol en su apertura. En su punto de falla. Por lo que vivimos arrojados fuera del nido y también intentamos no perdernos definitivamente, esto es la anestesia del durmiente.
Hasta trepar el sueño. Que así como desnuda así besa. Ríe. Viene a decir. Hasta que el ojo decide abrir el agujero más grande. Que cierra.
Pero entonces la puerta se abre de nuevo.
Hasta estallar.
Manzana
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